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El tema, del que no recuerdo siquiera el nombre, en síntesis
decía que el universo, la vida, Dios, o quien quiera que esté allá arriba (o
allá abajo, o aquí al lado, o dónde sea) cuidando de ti, generalmente pregunta:
“¿qué es lo que quieres que haga por ti?”,
y nosotros siendo tan brillantes como somos pocas veces sabemos contestar,
principalmente porque estamos distraídos y dejamos que el momento pase, o
porque simple y sencillamente no sabemos bien a bien qué es lo que queremos o
qué nos hace falta.
Entonces, para estar mejor preparados, el tipo que exponía
el tema, sugería hacer una lista de (si mal no recuerdo) cien cosas que quieres,
para que cuando la vida pase cerca de ti y comience a preguntar “¿qué es…?”, tú ya tengas la respuesta
lista. El monito este decía: “pide, pide
tanto como puedas. Pide cosas locas, pide cosas que de verdad necesites, no te
canses de pedir, porque la vida está completamente dispuesta a conceder tus más
profundos deseos. Pero ten cuidado al estructurar las frases, mete siempre el
“yo quiero” y sé muy claro, porque la vida también puede ser un poco ojete e
interpretar las cosas a como se le dé su regalada gana. Haz frases cortas que
se puedan decir con una sola exhalación y sigue pidiendo”.
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Tons, yo, siendo tan buena niña agarré un diario que tengo
en el que escribo cada vez que se muere un Papa y entre una idea y otra, comencé a
pedir; y después de unos cuantos meses mis pedidos (que son solo como cuarenta
porque es bien complicado eso de saber qué carajos quieres), llámenlo
coincidencia o casualidad o predisposición, han comenzado a
concretizarse. Algunos de mis deseos más locos (eso es lo más genial de todo)
han empezado a suceder, de forma inesperada y sorprendente.
Recuerdo que hace algunos años algo similar me sucedió. Encontré
un trabajo de esos de oficina que te roban el alma, y todos los días el pensamiento
más recurrente que me venía a la mente era: “quiero
un trabajo que me permita viajar a lugares interesantes y geniales”,
entonces la vida me dio lo que le había pedido (a su modo). Cambié de trabajo,
comencé a supervisar obra, y un día me encontré disfrutando de un delicioso
café de olla en un pintoresco pueblito chiapaneco perdido en un cerro (allá por
casa de la chingada) y díjeme: “¡bueno
está por andar pidiendo viajes!”.
Aún así, aquella loca idea se ha mantenido en mi cerebro:
encontrar un trabajo que me permita viajar y descubrir nuevos lugares, nuevas
culturas, nuevas cosas que me sorprendan y me hagan emocionar hasta las
lágrimas…, ese ha sido mi sueño dorado por muchos años. Y aparentemente en
estos meses tuve la posibilidad de estructurar mejor mi pedido.
Una de las cosas que más satisfacción me ha dado durante mi estancia en Italia, fue ser contactada por una importante institución italiana para ayudarles a traducir del italiano al español, para un grupo de restauradores cubanos que venían a hacer unos cursos de capacitación de este lado del charco.
Al inicio me dijeron que serían dos semanas, luego tres, y así hasta que llegamos a cinco; serían tres grupos distintos y yo los acompañaría y traduciría para ellos en las visitas que hicieran. El programa me pareció interesante, los morlacos nada despreciables, y además de uno que otro desacuerdo con la gente de mi escuela (justo es recordar que soy estudiante de nuevo), todo se pudo acomodar de forma bastante sencilla.
Así que nada, un lunes 26 de octubre de 2015 tempranito por
la mañana tomé un tren para estar en Roma a las 9:00 am en las oficinas del
Instituto Italo-Latinoamericano y comenzar con el programa formativo que tres
grupos de cubanos (especialistas en restauración de distintos materiales) harían
en varios puntos de Italia.
Mi impresión inicial fue buena, y fue mejorando conforme
avanzaban las horas, poco a poco las sonrisas y el buen humor cubano me fueron contagiando y aunque hubieron momentos en los que el cansancio me ganó, la
experiencia fue, citando a uno de mis muchachos: “en dos palabras: im-presionante (o en cubano “de pinga”)”.
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Los paisajes italianos son maravillosos, la comida (aunque
estuvo algo contenida) fue buena, el vino nunca nos hizo falta, los postres
exquisitos, las sorpresas una después de la otra y siempre más maravillosas;
pero lo mejor fue la compañía.
Al lado mío tuve a veinte cubanos que a pesar de las circunstancias y el cansancio sonreían todos los días, veían con ojos de niño chiquito el mundo que se
presentaba ante ellos, y disfrutaban cada segundo del día con un corazón rebosante
de alegría. Además de ellos tuve al menos a dos italianos (mamá gallina y el grillito)
con quienes todos los días intercambiábamos al menos diez llamadas telefónicas
y muchos mensajes para asegurar que la estancia de nuestros pollitos fuera lo
más cómoda posible.
Tuvimos nuestras experiencias que por desagradables o
incontrolables se volvieron después motivo de bromas y más risas. Como el “autista autístico”, que aunque era muy
bueno manejando el bus, era re bruto para ubicarse (aún teniendo un navegador GPS),
era malísimo con los tiempos y además le tenías que sacar las palabras a
cucharadas. O la cena para ocho que confirmamos dos veces, que
aparentemente estaba lista y que cuando llegamos, el restaurant no sabía cómo
atendernos porque no se les había informado nada. O las carreras para
asegurarnos que los choferes llegaran a tiempo por los grupos para llevarlos a
los aeropuertos…, en fin, fueron miles de cosas.
Y ahora, mientras escribo esto en la tranquilidad de mi
casa, debo decir que comienzo a añorar la vitalidad de veinte extraños que en
un mes se robaron un pedazo enorme de mi corazón; extraño el ajetreo, los miles
de mensajes, los mails y las llamadas que hacían que mi día fuera movido y
frenético. No extraño tener que lidiar con los choferes o los meseros impertinentes
que se creen que por ser latino tienes menos control del que en realidad se te
ha conferido. Lo que sí me hace falta es ese grupo de gente que bromeaba y
encontraba siempre la forma de hacerme soltar al menos una carcajada y una
palabrota al día.
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A mis veinte cubanos, gracias por ser las bellas personas
que son, espero pronto poder reencontrarlos. A las agencias que me contrataron,
gracias por regalarme la experiencia más genial del año (aunque la trabajé así
que no se hagan guajes y páguenme). Y a la vida, el destino, Dios y quien
quiera que me haya cuidado y ayudado a que esto se hiciera realidad, gracias
por darme una razón para sonreír y permitirme confirmar que todos los
sacrificios que he hecho para estar en donde estoy ahora han valido la pena.
Gracias, mil veces gracias.