Este relato es también un fanfic/one-shot de Candy Candy, so... enjoy.
No
soy un ángel.
―Puede parecer que estoy del lado de los ángeles, pero ¿qué
te asegura que soy uno de ellos?
La gente cree que he cambiado. Ella cree que he cambiado.
Que he dejado mi pasado de maldades y groserías atrás. Que finalmente he visto
la luz y que me ha dolido ver la clase de monstruo que siempre fui. ¡Já!
Me fue sencillo hacerles creer que estaba arrepentido. Fue
tan fácil convencerlos de que era un pobre muchacho malentendido y falto de
amor, porque la gente siempre escucha lo que quiere escuchar. Una actitud
redimida y penitente me fue suficiente para tener primero su lástima, luego su
compasión y, poco a poco, eso que ellos llaman comprensión. Creo que incluso me
he ganado su cariño.
¡Tontos todos! Y estúpida ella. No se da cuenta que la
utilizo para recuperar mi fortuna y limpiar un poco mi nombre. Está segura de
que todo lo que alguna vez le hice se debió a las demandas de mi hermana o a la
desatención de mis padres.
¿A caso cree que mi amargura se podía curar con un balde de
agua fría derramado sobre una niña a la que no conocía? ¿Piensa de verdad que
robé aquellas rosas (para ella) con la simple intención de sentir que formaba
parte de la vida de mis primos y después recibir los mimos de mi madre? ¡Me
dieron una golpiza (por su culpa), no un abrazo! Y mi madre se limitó a
consolarme, jamás me dedicó una palabra dura para mejorar mi carácter.
¿De verdad cree que todas las cosas que hice al lado de mi
hermana fueron únicamente para sentir que había algo que nos unía, porque ella
era la única persona a la que podía considerar mi amiga? ¡¿Para qué me sirven
los amigos?! Siempre he sabido que nací para estar solo..., sin cariño ni
atenciones. Sin nadie.
He tenido años para aprender a actuar de acuerdo a la situación
que se me presente.
Mis padres querían un hijo
modelo, y ante sus ojos fui el mejor de todos. Mi hermana quería un compañero
de travesuras, entonces me volví su peón. Mis primos querían alguien a quien
odiar y como no podían volcar su desprecio en una dama (mi hermana) les di al
más despreciable de los truhanes. Ella quería vivir en un cuento de hadas y toda buena historia siempre necesita a un villano; yo solo le di lo que necesitaba.
Generalmente, opto por el
desapego y la falta de interés, pero cuando mi matrimonio se canceló el día
mismo en que se anunciaba, se me exilió de la familia y todos se rieron de mí,
decidí cambiar de papel y ser alguien que nadie esperaba.
Primero fui un perro apaleado con
la cola entre las patas: dolido y con el orgullo herido, oculto de todas las
miradas burlonas del mundo. Después…, después…, después fui muchas cosas: El
pobre tonto al que madre y hermana repudiaron públicamente (ese fue
particularmente bueno, nadie se enteró de que fui yo quien se alejó de ellas); el
humillado niño rico que comienza desde cero (un antiguo socio de mi padre
ofreció contratarme como recadero en una empresa que apenas comenzaba); el
hombre creativo que fue ignorado en una familia de banqueros (alguien
finalmente escuchó mis ideas y consideró que podían tener éxito).
Sin darme cuenta pasé de valer
nada a ser relativamente importante (por mérito propio) en una empresa que nada
tenía que ver con el apellido de abolengo de la familia que me negaba.
Fue en ese entonces cuando la
volví a ver. Ella siempre sonriente, ahora heredera de una gran fortuna; y yo casi
un Don-Nadie enfundado en mi amargura, trabajando horas extras como gerente
creativo de una empresa que iba en asenso.
Me miró con recelo, y yo tuve que
esforzarme para bajar la mirada, morderme los labios y no gritarle lo mucho
que la odiaba.
Ella había destruido mi vida y
era yo quien tenía que ponerse en el banquillo de los acusados. Fue casi como
si sus ojos me dijeran: “sí, la culpa es mía, y puedo dársela a quien se me dé
la gana”.
Por muchos minutos mantuve los
ojos fijos en el piso, mi jefe preguntó si había algún problema, ella sonrió y
negó con la cabeza. Yo me tragué mi odio, fingí que no era ella quien me
escuchaba, presenté mi idea y ante su sorpresa, mi labor resultó ser buena.
Comenzamos a trabajar juntos.
Ella me decía todos los días lo que su loca cabecita (llena de magia y
esperanza) quería, y yo me esforzaba en aterrizar cada palabra en una campaña
publicitaria que no fuera descabellada.
Gracias a mi trabajo (o quizá sea
nuestro) su clínica comenzó a ganar clientes rápidamente. El orfanatorio empezó
a recibir donativos. Y luego vino el banco.
Pasábamos horas juntos. Ella con
su chispeante energía (agotador) y yo con mi adusto carácter. Día a día, ella
venía con su mejor sonrisa, con ideas absurdas y yo la recibía siempre con
silencios que ocultaban mi desprecio y mi humillación.
Nunca le pedí perdón (¿por qué
habría de hacerlo?). Ninguno hablaba del pasado, parecía que ella había
olvidado todo, incluidas las muchas deshonras que me había regalado.
Y un día descubrí mi nuevo papel:
el hombre redimido, el alma en pena, el pobre penitente. Así me veía ella y la
dejé hacerlo porque eso me hizo acreedor a un mejor salario, a un regreso
paulatino a la familia y, sorprendentemente, al aparente respeto de los que me
habían repudiado (incluidas mi madre y mi hermana, pero yo ya había dejado de
necesitarlas).
Me gané su respeto, me gané su
confianza y una mañana, con una de sus tantas espontaneas y tontas ocurrencias,
ella me ganó una batalla: me hizo reír, sincera y
abiertamente. Una risa de verdad. Una que no sabía siquiera que podía salir de
mí. Me miró con sorpresa, con cariño y añoranza. Rió conmigo, después se acercó
unos pasos, alzó una mano, acarició mi rostro y sin darme tiempo a reaccionar me
besó. Sí, ella me besó. A mí que tanto la odiaba. Me besó con ternura y sin
resentimientos. Y yo…, yo respondí su beso, con temor y un poco de recelo.
La odiaba por todo lo que me
había hecho sufrir, y no quería que volviera a arruinar mi vida. La había
odiado por tantos años. Y ahora la odiaba más porque yo sabía ya quién era.
Sabía ya que estaba destinado a estar solo. Que vivir sin esperanzas era la
mejor manera de vivir. Había dejado atrás el papel de villano y me sentía
cómodo siendo mi nuevo yo, no quería buscar ser alguien más. La odiaba aún más por
darme esperanzas. La odiaba porque me había hecho reír. La odiaba porque me
estaba haciendo feliz. La odiaba. Con todo el corazón y el alma entera ¡la
odiaba!
Pero ella me besó, y entre besos
me dijo que se estaba enamorando del hombre que ahora era, del nuevo personaje
que me había creado: el hombre bueno que ahora trabajaba para remediar los
errores de su pasado. Y no pude contenerme más.
―Estás equivocada ―dije bajando la vista, y alejándome un
par de pasos de ella.
―No, no lo estoy. He visto quién eres de verdad. ―“Este no
soy yo”―. Eres bueno, eres inteligente, eres dulce, pero no sabes cómo serlo.
―No, no lo soy.
―Neal.
―Esto no ha sido más que un acto. Necesito el trabajo y me
agrada lo que hago. Necesito el dinero. Yo…
―No eres malo ―“tampoco soy bueno”.
―No me digas que finalmente viste detrás de mi amargura y has
descubierto que soy una persona incomprendida. No seas esa clase de persona
estúpida. Sé que eres tonta, pero no eres estúpida.
―Yo…
―Sé que piensas que he hecho todo lo que he hecho buscando
la atención de mis padres. Que nunca supe cómo expresar cariño porque jamás lo
tuve. Que…
―¡Sh! ―dijo acercándose de nuevo, poniendo su mano en mi mejilla
y haciéndome verla de nuevo―. Yo sé que eras alguien distinto. Pero has
cambiado.
―Es un acto ―dije en un susurro.
―No. No lo es. Finalmente descubriste quién eres. Y eres
maravilloso. Pero tienes miedo.
―¿No me digas? ―dije irónico―. Y puedo saber ¿miedo, a qué?
―A ser feliz sin la atención de tu familia ni la aprobación
de los demás. A ser un hombre talentoso que no necesita de un apellido para
forjarse un buen futuro. A ser bueno. A ser tú ―no podía verla a los ojos,
pero al escuchar su voz conciliadora percibí su sonrisa.
―Puede parecer que estoy del lado de los ángeles, pero ¿qué
te asegura que soy uno de ellos?
―¿Y quién te asegura a ti que no
lo eres?
―Candy, yo… No soy bueno.
―¿De acuerdo a quién? ¿A tu
madre? ¿A tu hermana?
―A ti ―susurré―. Me lo dijiste hace muchos años y jamás he podido
olvidarlo.
―Porque hace muchos años creí que
era cierto. Porque hace muchos años lograste hacerme llorar en muchísimas
ocasiones.
―Hacerte llorar siempre ha sido
sencillo ―sonrió.
―Pero ahora eres distinto.
―Yo no estaría tan seguro.
―Pero yo sí. Te he observado por
semanas, he compartido horas de tu trabajo. He visto cómo piensas, cómo descubres
y cómo desarrollas. He visto la paciencia con que escuchas mis descabelladas
ideas y les das forma; he visto la pasión con la que explicas tus ideas. Te he
visto a ti.
―No soy lo que necesitas.
―¿Cómo?
―No soy Terry, ni Albert, ni
Anthony.
―¡Claro! Porque eres un estúpido
y un necio.
―Y también puedo ser cruel,
¿recuerdas?
―Si quisiera estar con Terry o
Albert estaría con alguno de ellos, ¿no te parece? Pero estoy aquí, contigo.
―Porque Anthony está muerto.
―Y porque tú estás vivo, y eres real,
y te quiero.
―No soy un ángel.
―¿Y quién demonios te dijo es un
ángel lo que quiero?
Entonces levanté la vista y sus
ojos se fijaron en los míos. Ella ya no era la niña llorona a la que disfrutaba
molestar. Y yo ya no era el pobre niño rico que solo necesitaba a alguien con
quién jugar. La vida había sido dura con ambos; a ella la había hecho más
fuerte y hermosa y a mí me había dado la oportunidad de interpretar mi mejor
papel: yo. Y en el camino nos había dado una segunda oportunidad.
No, no soy un ángel, pero en ese
momento, refugiado en sus brazos, con sus labios acariciado los míos, sentí que
se me concedía la oportunidad de tocar el cielo.
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